Hubo un niño que jugaba en las calles arboladas y
tranquilas de Quilmes, al sur de la ciudad de Buenos Aires, y fue Ariel. Matías
Ariel.
Hubo una niña que nació más al sur todavía, en
Tierra del Fuego, en una ciudad cubierta de nieve, y fue Laura. El aura.
Poco después de cumplir los seis Laura se mudó lejos, y se fue a vivir al oeste de la ciudad de Buenos Aires. Allí creció.
Ariel creció en el sur, pero cuando fue grande un trabajo lo llevó al oeste, y en el oeste fue Matías.
Pasó el tiempo y un día dejaron su casa y se fueron a vivir solos. Pasó la vida y se encontraron y poco después quisieron vivir juntos. Entonces fueron Laura y Matías y buscaron un lugar para los dos, en el oeste.
Pintaron las paredes de color rojo brillante; su casa es cálida y acogedora y siempre hay un olor dulce en el aire. A veces se escucha la música del saxo, a veces se escucha la risa de ella. Él es puro movimiento, no se queda quieto un minuto; ella es la pausa, se toma su tiempo. Son distintos, no se parecen pero saben acompañarse; se hacen bien uno al otro. Él es muy querible, ella también. Los dos juntos son entrañables.
Laura, Lau, el aura. Matías, Ariel, Ari. El oeste y el sur, pausa y movimiento, la música y la risa en una casa de paredes rojas y brillantes y el patio lleno de plantas, Laura y Matías, los dos. Hasta ahora.
Tiene siete centímetros y ya tiene un corazón que late, y minúsculos
brazos y piernas que se agitan en la abrigada oscuridad del vientre de su mamá.
No se sabe aún si es niña o niño pero ya es hijo. Del oeste y del sur, de la pausa y el movimiento, de la música y la risa. De ellos dos, de Laura y de Matías.
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