A veces no está donde está, o donde parece que estuviera, y entonces cubre su cabeza con un yelmo. En realidad se retira a un lugar que nació con él; no podría definirlo pero ahí está desde que tiene memoria. Queda tan lejos como la luna y hasta se le parece un poco, pero es la distancia exacta entre su rostro y su armadura y la recorre en un segundo. Cuando cierra la puerta no hay llaves que puedan abrirla desde afuera, y ese lugar suyo se vuelve impenetrable. Lo primero que hace al llegar es sacarse el yelmo y respirar profundo el aire claro.
No es una soledad que lo lastima como el desgarro brutal de un
destierro o de un exilio; por el
contrario, nunca se siente más acompañado. Es el sentimiento dulce de
volver a casa, él es su propia patria. Es ahí donde va a buscarse cada vez, y
siempre es la misma alegría del reencuentro, y el profundo alivio de sentirse a salvo.
Ahí no llegan las voces extrañas y los ruidos de afuera, sólo el dulce murmullo de las personas que quiere, y sin embargo allí se siente parte del mundo. Mira y contempla alrededor y nunca su mirada es tan real y verdadera. No es sólo contemplar; en ese silencio él es con el mundo y el mundo es con él y se impregna de la fuerte presencia de la vida. No hay vacío ni hambre ni ansiedad porque todo lo que desea está en ese lugar y se siente satisfecho, al menos por un tiempo. A veces lo busca caminando sin ruido de pisadas, a veces lo lleva la música o algún estado del alma, y una vez que está ahí puede ser todo lo que es porque se siente seguro. No sabe cuánto se vislumbra a través del yelmo que cubre su rostro; hay que quererlo bien para adivinarlo o quererlo tanto como para presentir que es mucho más de lo que expresa, y en el fondo él sabe que a veces eso es pedir demasiado.
Ahí no llegan las voces extrañas y los ruidos de afuera, sólo el dulce murmullo de las personas que quiere, y sin embargo allí se siente parte del mundo. Mira y contempla alrededor y nunca su mirada es tan real y verdadera. No es sólo contemplar; en ese silencio él es con el mundo y el mundo es con él y se impregna de la fuerte presencia de la vida. No hay vacío ni hambre ni ansiedad porque todo lo que desea está en ese lugar y se siente satisfecho, al menos por un tiempo. A veces lo busca caminando sin ruido de pisadas, a veces lo lleva la música o algún estado del alma, y una vez que está ahí puede ser todo lo que es porque se siente seguro. No sabe cuánto se vislumbra a través del yelmo que cubre su rostro; hay que quererlo bien para adivinarlo o quererlo tanto como para presentir que es mucho más de lo que expresa, y en el fondo él sabe que a veces eso es pedir demasiado.
Lo aburre la burocracia que gobierna la vida, las
obligaciones que consumen el tiempo y las presiones que dificultan el andar ligero
y despreocupado. El mundo real tiene reglas que muchas veces no comparte; para él la vida es otra cosa, o al menos debiera serlo. No le gustan las
imposiciones, ni las exigencias, ni las expectativas con respecto a lo que es y lo que hace. Por eso le gusta tanto viajar, porque la anodina formalidad de
las obligaciones cotidianas desaparece y con ella todo su peso y entonces puede ser el que es como en la luna, tan libre y tan feliz disfrutando la leve ingravidez. Es cuando viaja que los límites se vuelven más difusos y entonces
no hace tanta falta cerrar con siete llaves la
puerta que abre ese lugar suyo. Suele suceder que distraído, de tanto en tanto se le olvida cubrir su cara con el yelmo. Es que cuando puede vivir así, como a él le gusta, adentro y afuera respira profundo el mismo aire claro y camina con la misma ligereza y alegría.
Su lugar en el mundo real es el campo, quizás porque es el
que más se asemeja a ese lugar que nació con él y también ahí puede ser todo
lo que es. Le gusta sentirse parte de la tierra y observar los ciclos de la
naturaleza por su inalterable cadencia. Las estaciones se suceden unas a otras con su ritmo preciso, y todo aquello que tiene vida nace, crece, da sus frutos y después muere. A lo mejor por eso se inclina a protegerlo. No es la posesión lo que lo hace dueño, sino el
cuidado y el amor que le prodiga a aquello que protege.
Habla con las
personas, se ríe con ellas y las mira a los ojos simulando ser parte, pero no
dice todo lo que piensa y no expresa todo lo que siente, y aunque los demás no se den
cuenta a veces está muy lejos. Es un poco ermitaño tal vez, o tiene miedo de que
algo de ese mundo de reglas y convenciones absurdas se filtre de algún modo y amenace
la paz y la armonía de ese lugar suyo o quizás peor aún, que alguien lo alcance con el rostro descubierto y lo lastime. Tienen que inspirarle mucha confianza y sentirse muy seguro
para decir todo lo que piensa y expresar todo lo que siente. No son muchas las
personas y las cosas que necesita y que le importan de verdad, pero cuando le importan siempre es demasiado y se las toma muy en serio, y está dispuesto a todo para protegerlas.
Es por esa razón que no podrían ser más de las que son; no le alcanzarían las fuerzas, y quedaría muy
expuesto y vulnerable, o al menos eso es lo que cree.
Tiene convicciones firmes. Piensa tanto las cosas que
cuando llega a una conclusión es muy difícil que alguien pueda lograr que cambie
de opinión. Es muy posible que parezca intransigente, y quizás lo sea, pero
necesita de sus certezas para construir un orden y saber qué pasos dar; no le
gusta equivocarse.
A veces no está donde está, o donde parece que estuviera,
y cubre su cabeza con un yelmo. Es así, es su manera, pero cualquiera que lo conozca un poco, un poco nada más, sabrá que a pesar de no decir todo lo que
piensa ni expresar todo lo que siente, piensa y analiza con detalle y siente sus emociones con excesiva desmesura. Tal vez por eso necesita retirarse a ese
lugar que nació con él; no podría definirlo, pero está ahí desde que tiene memoria. Queda tan lejos como la luna pero es la distancia exacta entre su rostro y su armadura. Cuando cierra la puerta no hay llaves que puedan abrirla desde afuera, y ese
lugar suyo se vuelve impenetrable, y lo primero que hace al llegar es sacarse el
yelmo y respirar profundo el aire claro. Quizás alguna vez se le olvide tomar tantas precauciones y deje en un descuido la puerta entornada y salga a cara descubierta, y se dé cuenta que a veces se disfruta. No estaría mal perder el miedo, aunque sea por un rato.