domingo, 6 de mayo de 2012

UN PUÑADO DE TIERRA


Estás llegando más tarde últimamente, ¿mucho trabajo?, me animé a preguntarte, a tu regreso de la fábrica. Vos te quedaste mirándome en silencio, apoyado contra el marco de la puerta, y yo seguí cosiendo los pantalones en la máquina de pedal, con un trapo húmedo anudado en la cabeza porque se me partía del dolor. Habíamos llegado de Italia el 13 de septiembre de 1957, exactamente un año atrás, y habíamos quedado en ir juntos a la costanera para celebrarlo, pero ninguno de los dos lo mencionó. Sin apartar los ojos de la costura te conté que estaba atrasada con la entrega de los pantalones y seguí hablando de no sé qué cosa hasta que una puntada en la sien me obligó a levantar la vista y cuando por fin te miré me dio mucho miedo tu tristeza. Sin decir nada, diste media vuelta y te fuiste a acostar, y yo me puse a llorar. A lo mejor fue tu silencio, o el dolor de cabeza, o tal vez ese olor indefinible del pasto quemándose al atardecer que me hizo recordar las tardes de allá, y cuando se está lejos de la tierra de uno, allá sólo puede ser un lugar y tiene un nombre y el nuestro es Spilinga, al sur de Italia. Es la tierra donde nacimos y jugamos los juegos de la infancia, es mi mamá trenzándome el cabello y el sol cayendo sobre los olivos; es el perfume del valle por donde paseaba con mi padre y el calor de su mano; es el primer día de nuestra vida juntos, sólo los dos en la casa de la montaña. Allí me asomaba por la ventana de la cocina para verte aparecer por el camino, abriéndome tus brazos y sonriendo. Porque todavía sonreías, siempre.

Esa noche no recordaste tu promesa de salir juntos para celebrar el primer aniversario de nuestra llegada; ni siquiera te levantaste para cenar, y mi mamá me preguntó si habíamos discutido, porque te veía muy serio y callado. No hay que dejar al hombre tanto tiempo solo, estás siempre sentada en esa máquina de coser, me reprendió con suavidad. Sacrificios que hay que hacer, para tener lo nuestro, le dije, y comimos en silencio las dos.

Mi papá había muerto cuando yo tenía seis años y mi hermana Rosa ocho. Sin parientes que pudieran ayudarla con nuestra crianza, mi mamá nos llevó al campo con ella y nos enseñó a trabajar la tierra como la trabajan los hombres y a hornear el pan y llenar la casa de calor como saben las mujeres. Allí te conocí y allí nos casamos, y mi vida transcurrió en medio de dulzuras hasta que Rosa decidió emigrar con su marido a la Argentina. “En este país vas a tener la vida que siempre soñamos”, me escribió en una de sus cartas. Recuerdo que te repetí la frase con inocente alegría, y vos recogiste un puñado de tierra y me miraste. Todos mis sueños están aquí, y aquí es donde quiero cumplirlos, me dijiste, y yo me di cuenta que los míos también pero extrañaba a mi hermana y me preocupaba la profunda tristeza de mi mamá. Las tres fuimos durante mucho tiempo nuestra única familia, y nos hicimos muy unidas. Vos lo sabías y por eso, y porque siempre me tuviste un buen amor, finalmente accediste a emprender la aventura de abandonar la tierra en donde estaban nuestros sueños para ir hacia otra con la que nunca habíamos soñado.

Pasaron los días y se hizo una costumbre que llegaras tarde. Estabas callado, y ya no volviste a insistirme para que abandonara la costura y saliéramos juntos. Una mañana desperté con la terrible certeza de que te estaba perdiendo y fui a buscarte a la fábrica. A las cinco en punto te vi traspasar el portón y te seguí por calles que no conocía hasta llegar al puerto. Yo temblaba. ¿Tenías una cita? ¿Ibas a encontrarte con alguien? Te quedaste un rato mirando las pizarras, y cuando pasaste por una de las boleterías, el empleado te saludó con familiaridad y te entregó un papel. En cuanto te alejaste, yo me acerqué para hablar con él, sin saber demasiado bien qué preguntarle. Me costaba encontrar las palabras, el hombre no me entendía y yo me desesperaba aún más, y me puse a llorar. En ese momento una mujer me ofreció su ayuda, hablándome en italiano, y pude explicarle entre lágrimas. Después de escuchar atentamente al empleado, con mucha dulzura y en el idioma en que mi madre me enseñó a hablar y en el que mi padre me cantaba por las noches, la mujer me dijo: “Ese muchacho viene casi todos los días a la misma hora, y pide que le anoten la fecha en que sale el próximo barco a Italia. Luego va al muelle y se queda un rato largo mirando los barcos”.

Vi tu silueta perdiéndose a lo lejos y corrí a buscarte. Te alcancé en una plaza rodeada de tilos y casi sin aliento te pedí perdón por no haberme dado cuenta de lo mucho que extrañabas. Volvamos, mi lugar está donde podamos ser felices los dos, te dije. Te quedaste en silencio y me miraste con infinita ternura. A vos te extraño, la vida que teníamos juntos, murmuraste al rato, y entonces yo te amé un poco más. Bajo la luz de una luna amarilla, fue el perfume de los tilos y el olor que llegaba del río y cuando recogiste un puñado de tierra y sonreíste, y lo soltaste para abrazarme y llenarme la cara de besos, supe que estábamos en casa.

Dedicado a Alejandro por su esposa Antonia en sus bodas de oro.

                                 
                             

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