domingo, 6 de mayo de 2012

LAURA Y/O EL AURA


Viernes 13 de Julio de 1984. Apenas termino de comer mi porción de carne al horno a la pimienta con papas, me doy cuenta que mi enorme panza ha decidido entrar en erupción. Mi primer embarazo, mi primer parto, mi primer hijo. Es de noche y afuera nieva; dicen en la radio que es una de las nevadas más copiosas de los últimos años. Es el sur, muy al sur, tanto como uno se pueda imaginar, y hace mucho frío.
Mi panza y yo nos tumbamos en la cama y esperamos. Todavía no llego a distinguir si esa molestia indefinible en el abdomen es una contracción o una indigestión. Estoy ansiosa, ya tendría que haber nacido, hace días que me despierto pensando "hoy es el día" pero llega la noche y seguimos siendo dos en uno. Ya quiero conocerlo/a, mirarlo/a a la cara, besarlo/a, aplicar todos los saberes que me ocupé de adquirir a lo largo de estos nueve meses. Vamos, ya estoy lista, quiero que nos miremos a los ojos; quedate tranquilo/a, mamá ya está preparada, va a saber cuidarte.
A la una de la mañana del día 14 de Julio salimos para el hospital. Miro el bolso por última vez, a ver si falta algo, pero no. Están todas las cosas para el bebé, y para mí llevo camisones y bata de seda de color rosa, una cinta para el cabello, horquillas, artículos de perfumería y otras cosas inútiles que volverán a casa intactas, sin haber sido utilizadas. Cae mucha nieve y el paisaje es blanco y desolado; las calles de ripio desiertas, las casitas bajas de madera, el humo saliendo de las chimeneas. Es el típico paisaje patagónico, pero esta noche se parece mucho más al antártico.
Estamos en una pequeña isla del extremo sur, todo es precario. No existen los cursos de preparto, no hay ecografías en donde se distinga algo más que una mancha borrosa que palpita (han tratado de que visualice la boca del bebé succionado el pulgar de su manita pero no pueden asegurarme si hay un pito o no lo hay), y no estará mi ginecólogo esperándome, salvo que tenga la suerte de que esté de guardia. Pero no, no es mi noche de suerte.
Ya cuando estoy sentada en la sala de espera empiezo a sentir que el dolor incomoda y no sé cómo ponerme. Me llevan a un pequeño consultorio de la guardia, y después de un rato largo aparece una doctora con cara de dormida y me hace tacto. Todavía no me doy cuenta que voy a pagar caro por haberla obligado a abandonar el hueco tibio debajo de las mantas.
No hay una palabra de aliento, un "todo va a estar bien gordita" o alguna consideración por ser madre primeriza. Me mandan a una habitación y me dicen que avise cuando duela mucho, y muy seguido. La doctora desaparece, vuelve a buscar el calorcito debajo de las mantas, mientras yo me enfrento a un dolor desconocido sin saber cómo sobrellevarlo.
El papá de la criatura me mira caminar por la habitación y golpear la pared, sin saber qué hacer. Esto no es normal, le digo como si supiera, andá a avisarle a la doctora. Cada vez empeoro más la situación y más que nada la mía, pero todavía lo ignoro. Viene la doctora con un malhumor evidente y me hace tacto. Todavía falta, me dice. Duele mucho, le digo apenas, con el poco aire que me queda. Respirá, me dice, te va a ayudar, y se va. Sí, respirar me ayuda a mantenerme viva, pero yo le hablaba del dolor. Es obvio que ignora o no le importa que todavía no se dicten cursos de preparto en el hospital ni en cualquier otro lugar de la isla.
No sé cuánto tiempo pasa, pero ya no pienso en el bebé, no pienso en nada, sólo quiero que se termine este dolor. No, en realidad sí pienso. Pienso que es la primera y la última vez. Con un hijo me doy por satisfecha. Si se siente solo le compro un perro o un loro, me prometo a mí misma, pero conmigo no cuenten más.
A eso de las cuatro menos cuarto me llevan a la sala de parto. Es una habitación enorme, hace frío, me dejan sola. ¿Y el papá, no se puede quedar conmigo?, pregunto. No, me dice una enfermera con la boca pintada de rojo, en el hospital no se permite la presencia de los padres en el parto. Ya me lo habían dicho, pero estoy rodeada de tanta soledad que por un segundo pienso que aunque sea por lástima, pueden dejar de lado las reglas, en una de las noches más frías de los últimos veinte años.
Por fin estamos todos. La doctora con cara de dormida, la enfermera con los labios pintados de rojo, y yo, con las piernas abiertas, colgando a los costados, en completo estado de indefensión.
Ahora, pujá, me dice la doctora, y si no fuera que duele tanto me empezaría a reír, pensando lo que me diría si le preguntara, en el momento del hecho, cómo es eso de pujar. Gracias a Dios una ha visto muchas películas, y ha escuchado muchas mujeres relatar con lujo de detalles el parto (así como lo estoy haciendo ahora). Es como hacer fuerza para hacer caca, recuerdo de golpe, y lo intento, pero nada. Me doy cuenta por la cara de la doctora, que está perdiendo la paciencia. No sé cuánto tiempo pasa, nadie me toma de la mano para darme ánimo, nadie me acaricia la frente, sólo escucho resoplidos. Estoy exhausta y dolorida, sólo quiero que todo termine de una vez, pero cuando escucho a la doctora decir que va a usar fórceps, me viene una fuerza de no sé dónde y el instinto aparece y pujo, aunque nadie me haya enseñado cómo hacerlo. Son las cuatro y cuarto de la madrugada del sábado 14 de Julio de 1984 y mi bebé llega al mundo. No hay llanto, me preocupo, la doctora se lo lleva enseguida y ni siquiera pude verle la carita; me quedo sola con mis miedos en esa sala enorme. No puedo más, no tengo fuerzas, y los minutos se hacen eternos en esa espera solitaria; enseguida viene la doctora, y le pregunto con ansiedad por mi bebé. Quedate tranquila, está todo bien, me dice, en un rato te lo van a llevar a la habitación. Respiro con alivio, siento una paz infinita, y recién entonces le pregunto: ¿Qué es? Una nena, me dice, es muy linda, y cierro los ojos.
No sé qué hace, pero le volvió el entusiasmo por la profesión. Siento que tira, que cose, que revuelve mis entrañas, pero no me importa porque no hay dolor, y mi hija ya ha nacido. Yo sigo expulsando órganos a través de mi vagina, que parece haberse convertido en una boca expendedora, y ella continúa jalando con gusto, como esos trucos en que el mago saca de su boca una tira infinita de pañuelos. Sólo espero que con el entusiasmo no se lleve algún órgano de más, alguno de esos que resultan imprescindibles para seguir viviendo.
Dicen que el parto es uno de los momentos más felices de la vida, y mientras me llevan a la habitación pienso que no siempre. Francisco me besa con ternura y el calor me vuelve al cuerpo, y vuelvo a ser yo y no sólo una vagina que dilata. Estoy ahí, quedándome dormida, y de pronto aparece la enfermera trayendo a mi bebé y lo acomoda sobre mi pecho. Francisco me dice gracias y nos abraza a las dos y no puedo explicar lo que siento, pero todavía lo recuerdo, como si recién hubiera sucedido. Miro a mi hija y la escucho respirar y en un segundo la vida se transforma en otra cosa. Ahora sí, pienso, era esto, y soy tan feliz que me olvido de todo y le digo a Francisco que quiero tener muchos hijos.
¿Cómo la van a llamar?, pregunta la enfermera, y decimos al unísono: Laura, y es la primera vez que pronuncio el nombre de nuestra hija. Laura, El aura, aura radiante y luminosa, tan linda Laura, tan nuestra, tan de los dos. De pronto me doy cuenta que no sé nada, que me olvidé de todos mis saberes y sin embargo no tengo miedo. No sé cómo ni de qué manera, pero me prometo aprender a cuidarla. Entre las dos vamos a hacerlo bien, estoy segura.
Laura duerme y yo también, y lo último que pienso antes de quedarme dormida es que ya somos una familia.
Todavía hoy cuando la miro, tan linda Laura, Elaura, aura radiante y luminosa, tan bien plantada en sus veintisiete años, sigo agradeciendo tenerla en mi vida. Traté de ayudarla a crecer y de acompañarla, pero tengo que decirlo: de nosotras dos, fue ella la que me enseñó más. Gracias hija.


                                                         Eterno Resplandor página

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